“Os aseguro que, si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mateo, 18, 3)
Si os fijáis, esto va en dirección contraria a los cursos, terapias, talleres, ejercicios, etc. Los niños simplemente son, todavía no tienen currículo y nadie se lo pide; por eso pueden ejercitar sin trabas su capacidad de ver, amar y hacer, respondiendo de una manera espontánea a todo cuanto les llega.
Entonces, ¿para qué sirven los cursos que hacemos? La respuesta es: sirven para quitar, no para añadir. Nuestro yo esencial ha quedado escondido debajo de un montón de ideas, normas morales, consignas, frustraciones, resultados, éxitos y fracasos. Lo hemos de redescubrir, de destapar. No lo hemos de conseguir porque ya lo somos, el problema es que nos hemos olvidado de él. Nos hemos olvidado de lo que somos porque lo hemos enterrado debajo de un montón de trastos inútiles. Trastos físicos, pero también morales e ideológicos.
Y también nos hemos olvidado de cómo somos, porque cada uno de nosotros es un ser único: cómo cada uno de nosotros no hay nadie. Sin embargo, hemos “aprendido” a no querernos, a no estar satisfechos de nosotros mismos, a intentar vivir cómo los demás pretenden que seamos. Y hemos acabado totalmente desorientados, porque nos relacionamos con mucha gente y es imposible ser como cada uno pretende que seamos.
Así que nuestros cursos no añaden nada, no sirven para nada, no nos hacen ser más nada. Al contrario, nos desnudan, nos quitan los disfraces que nos pusieron y nos hemos acostumbrado a llevar. Y contrariamente a lo previsto, porque desnudarse produce de entrada una cierta zozobra, descubrimos que al quitárnoslos no experimentamos ninguna clase de vergüenza por andar desnudos; que lo vergonzoso es andar disfrazados de cosas absurdas y antinaturales y, encima, envidiar el disfraz del vecino porque parece más aparente.
No obstante, esto no es una llamada a convertirnos en ermitaños, vestidos con sacos de arpillera para resguardarnos de las inclemencias del tiempo. Una vez que nos hemos reencontrado en nuestra desnudez, ya da igual cómo nos quieran vestir, estamos dispuestos a ponernos lo que toque, siempre que no sea excesivamente ridículo. Pero eso sí, queremos jugar, queremos disfrutar de la vida con todos los niños y niñas que nos acompañan. Podemos jugar a padres y madres, profesores y alumnos, amigos y enemigos, empresarios y empleados, monjes y laicos, etc. Cada uno ha escogido un juego y unos compañeros y, todos juntos, recreamos el mundo cuando nos levantamos y nos olvidamos de él al acostarnos. Pero nos levantamos de nuevo con ilusión porque es un juego, no una obligación; y porque vamos cambiando las reglas cada vez que alguien tiene la impresión de no disfrutar lo suficiente.
Blay decía que hay tres niveles de conciencia: conciencia de personaje, conciencia de acto y conciencia de autor. El personaje es el que lleva el disfraz y se confunde con él, el actor es el que se lo ha quitado y está en condiciones de ponerse el que convenga para representar un papel, y el autor es el que se inventa el argumento de la obra para representarla con todos sus amigos.
Mira por donde, al evolucionar volvemos al principio, volvemos a ser niños. ¿Y tú de qué haces? le preguntan al niño: Yo hago de mi mismo, responde. Y el que ha preguntado añade: Yo Soy