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Artículo de Jordi Sapés: “La plenitud existencial”

23 d'octubre de 2017 Escrit per Sergi Pérez

Al hablar del desarrollo económico de las sociedades occidentales, suele decirse que nuestras necesidades esenciales están cubiertas. Se entiende por “necesidades esenciales” no solo las biológicas sino también las culturales: el bienestar que disfrutamos incluye nuestra formación intelectual y nos asegura la protección y el cuidado de la colectividad en caso de enfermedad, accidente, jubilación etc. Parece incuestionable que nuestra existencia se desarrolla en condiciones muy superiores a las de otras áreas del planeta o a las de tiempos pasados. Sin embargo, nos sentimos desconcertados por el hecho de no experimentar el grado de satisfacción que sería de esperar; y no se nos ocurre qué más podemos hacer para alcanzar el grado de felicidad y sosiego que tanto anhelamos. La respuesta es que ningún objeto, sea material, mental o emocional puede satisfacer verdaderamente nuestras necesidades esenciales. Es como encerrar un pájaro en una jaula de oro y suministrarle el mejor alpiste y el agua más fresca y cristalina; eso le asegura la satisfacción de sus necesidades físicas elementales. Pero las necesidades esenciales distan de ser satisfechas porque lo que define al pájaro es su capacidad de volar; y lo esencial para él es poder ejercitar esta capacidad. Si le abrimos la jaula comprobaremos cuan rápidamente renuncia a todas las comodidades que le hemos proporcionado. Pues lo mismo sucede con el ser humano: si lo que nos define es nuestra capacidad de comprender, amar y hacer, solo el ejercicio consciente de estas capacidades puede satisfacer de verdad nuestras necesidades esenciales. Pero el sistema económico que nos ofrece el bienestar material se hace cargo de ellas para invertirlas y administrarlas, supuestamente en beneficio del colectivo. Su fuerza y dinamismo es enorme frente el individuo singular. Parece que solo tienen la opción de ejercitar su humanidad de una manera personal aquellos que destacan. Por eso nos identificamos tanto con el lugar que ocupamos, o podemos llegar a ocupar, en el engranaje colectivo. Y dado que disponer de poder sobre el entorno está al alcance de muy pocos, nos dedicamos a soñar que un día formaremos parte del grupo de los elegidos. Este sueño nos aliena al sistema de una manera total: enérgica, mental y afectivamente: queremos llegar a ser alguien y nos olvidamos de que ya somos nosotros. La impresión de que el ser humano no puede expresarse de forma plena en el marco existencial presente parece ganar terreno. Mucha gente quiere transformar el mundo para hacerlo más acorde con la naturaleza esencial del hombre; pero topan con un engranaje económico que parece inalterable en su propia dinámica. Seguro que el esfuerzo acumulado de muchos hará evolucionar el colectivo con los años; pero esta idea no satisface el hambre de plenitud que tenemos aquí y ahora, ni el deseo de vivir una existencia significativa. Si la sensación de inutilidad cristaliza en nuestro psiquismo, el sistema puede acabar por destruirnos internamente, llevándonos a un nihilismo relativista fundamentado en la decepción y disfrazado de “experiencia”. Pero existe otro camino que no se relaciona con la personalidad social sino con el ser esencial. Cuando uno toma conciencia de este ser esencial las cosas se perciben de manera muy distinta, porque la personalidad deja de ocupar la totalidad de la conciencia. Continúa siendo útil, indispensable para relacionarnos con los demás y movernos en el mundo, pero pasa a ser una herramienta de este ser esencial que el sistema había desterrado al inconsciente. Constatar experimentalmente que somos algo más que la personalidad social nos permite relativizar la repercusión que tenemos en el mundo sin devaluar la totalidad de nuestra existencia; podemos sufrir la falta de resultados manifiestos sin que eso genere en nosotros un sentimiento de nulidad personal. O sea que tendremos más facilidad para ser nosotros mismos; no necesitaremos que nadie nos homologue. Desde la conciencia del yo esencial seguiremos actualizando nuestra capacidad de pensar, sentir y hacer, porque esto es existir; pero lo haremos como expresión de lo que ya somos, dando más importancia a la labor que a los resultados. Ser uno mismo significa ejercitar de forma consciente y voluntaria la capacidad de comprender, amar y hacer genérica del ser humano de una manera propia y específica, la de cada uno; teniendo en cuenta el entorno pero percibiéndolo como un estímulo en vez de un obstáculo o una finalidad. Ser uno mismo significa gozar de la capacidad de comprender, amar y transformar el entorno; no de los resultados que se deriven de su ejercicio. Los resultados pueden ser muy válidos, pero no son Yo. Es sorprendente que tengamos que resaltar que nuestra capacidad de investigar es más valiosa que toda la información disponible en la totalidad de las bibliotecas de este mundo. Esta información cabe en un gran ordenador, pero es imposible dotar al ordenador de la capacidad de investigar. También nuestra capacidad de amar es superior al reconocimiento que podamos conseguir. Eso lo saben muy bien todas las personas que viven del éxito del público. Amar es ampliar el Yo, incluyendo en él un entorno cada vez más amplio. Nuestra capacidad de amar es tan ilimitada como el universo, porque está orientada a contenerlo todo entero. Pero eso implica integrar lo que nos parece extraño, injusto o inadmisible. La felicidad no es un estado de embobamiento derivado de no tener que preocuparnos por nada; todo lo contrario, es el resultado de interesarnos por aquello que se nos presenta de entrada como una agresión personal. Es la experiencia de poder transmutar los sentimientos negativos con solo prestar un poco de atención y consideración a aquello que nos aflige. Así, iremos descubriendo que cada cosa tiene su lugar y su función; y que esta función resulta siempre benéfica para nosotros. Aunque de entrada no lo parezca. Con esta percepción del mundo la acción se convierte en un toque personal, como el artista que recompone de un modo singular el paisaje que sus sentidos perciben. No lucha contra nadie ni quiere conseguir nada, solo ejercita la capacidad que tiene de rediseñar su entorno. No nos hace ninguna falta salir en los periódicos para sentirnos protagonistas de nuestra existencia; solo necesitamos ganas de vivir. A esto, a las ganas de vivir, es a lo que llamamos plenitud existencial: a la ilusión de levantarnos por la mañana con un montón de cosas por hacer, de pequeños objetivos que nos hacen vibrar. Por más amplias que sean nuestras metas, todas están hechas de pequeños logros que son la manifestación progresiva de aquello que ya vivimos como real en nosotros mismos, algo que deseamos contemplar también en el exterior. Somos capacidad de comprender, amar y hacer; y en la medida en que las ejercitamos nos las encontramos fuera, ante nosotros, en forma de “mundo”. Este es el gran secreto.

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